Kenya Bello
241 personas murieron entre el 18 y el 24 de octubre de 2010. La cifra asusta, y ni siquiera alcanza a expresar la brutalidad que hay detrás de cada uno de los decesos. La mayoría son hombres jóvenes, de entre 20 y 30 años, asesinados a quemarropa en sus viviendas, o en el cruce de algún semáforo; en algún punto de la carretera o en plena vía pública. De día o de noche, eso ya no importa. Las agresiones con armas de alto poder no respetan horarios. No distinguen entre montes despoblados y centros urbanos. Tampoco importan ni la edad, ni el género. 14 chamaquitos asesinados en una fiesta en Ciudad Juárez mientras celebraban los 15 años de su amigo Paco. La lluvia de balas arrasa con todos: un niño de 10 años que jugaba futbol en Torreón; una mamá y sus 2 hijos adolescentes dentro de su coche en Saltillo; una joven de 17 años que viaja en el transporte público en San Luis Potosí; los peatones: un señor de 60 años en Acapulco, otro más en Guadalupe, Nuevo León. Son los civiles que no saben ni de drogas ni de razones políticas.
En las historias de policías y ladrones que recoge la prensa abundan las descripciones de la forma en que los involucrados en el negocio de la droga ajustan cuentas: asesinan con los ojos vendados y las extremidades amarradas, cercenan dedos o destazan cadáveres. Escasean los verbos para describir tanto horror; abatir, ultimar, acribillar, tirotear, balacear, acuchillar, no son suficientes. Miles de casquillos percutidos han quedado regados en Chihuahua, Nuevo León, Durango, Sinaloa, Nayarit y Coahuila. De esas historias también puede deducirse cuántos policías estaban coludidos con los narcos; no son pocos los que aparecen sin vida fuera de sus horas laborales. Los hay, es verdad, que mueren en el cumplimiento de su deber; mal preparados, totalmente desprevenidos. Son los menos.
Y ésta es quizá una de las lecciones más valiosas que se llevó esta testigo durante una dura semana de observación: los soldados y los policías nunca llegan a tiempo, nunca están cuando se les necesita, rara vez logran repeler con éxito el asalto de un comando armado. Siempre llegan a levantar casquillos, a recoger cuerpos. Eso, en el mejor de los casos. Se deduce, entonces, que el combate contra el narcotráfico, eje del gobierno de Felipe Calderón, es una negligente improvisación. Una cosa son los discursos y otra muy distinta lo que se observa cuando se levantan los cadáveres del suelo. De nada ha servido que se haya triplicado el número de agentes que integran la Policía Federal Preventiva, que pasaron de 11 989 en 2006 a 34 846 en 2010. En estos días Felipe Calderón y su secretario de gobernación están tratando de crear consensos políticos para sostener una fuerza policíaca nacional, el famoso mando único. ¿Acaso es lógico? ¿No debieron hacerlo antes de embarcar al gobierno federal en una lucha contra la delincuencia organizada? Ni los senadores del PAN avalan su propuesta. Esta administración no sólo es negligente, es infame. Así lo confirman las viudas de policías caídos que no reciben su pensión, las marchas ciudadanas en Juárez y en Monterrey para exigir seguridad. Allá en Los Pinos no les importa nada de esto. El respeto por la vida de los gobernados, la búsqueda del bien colectivo, una mínima filosofía social, no existen entre quienes nos gobiernan. La impunidad es la única omnipresente.
En Menos Días Aquí insistimos en que defendemos la vida, para dignificar la muerte.
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